lunes, 21 de octubre de 2013

DOMINGO XXX -C-


1ª Lectura: Eclesiástico 35,15b-17. 20-22a

    El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha la súplica del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansa; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia.

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    El perfil de Dios diseñado en este fragmento del libro del Eclesiástico responde al rostro tradicional del Dios de los profetas: volcado al clamor del pobre, sensible a sus demandas. No es que el grito del pobre le motive a actuar -Dios no necesita esa motivación, es misericordioso por naturaleza-, pero le garantiza al oprimido que no clama en el vacío. Ese grito es la profesión de fe en Dios de aquellos que ya la han perdido en todo lo demás.


2ª  Lectura: 2 Timoteo 4,6-8. 16-18

    Querido hermano:
    Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no solo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida.
    La primera vez que me defendí ante el tribunal, todos me abandonaron y nadie me asistió. Que Dios los perdone. Pero el Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. El me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. ¡A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén!

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    ¿En qué momento de la vida de Pablo hay que situar este testimonio? ¿Alude a un final inminente de su vida, o muy cercano,  o al final próximo de su encarcelamiento y  a la “partida”-salida de la cárcel-, para continuar la misión? Los vv 9-18 parecen confirmar la segunda hipótesis. El Apóstol habla ahí de sus planes a realizar. Pablo estaría reconociendo que esa prueba la ha superado, a pesar del abandono, con la ayuda de Dios, de quien espera la recompensa. La enseñanza es clara: Dios no abandona.


Evangelio: Lucas 18,9-14


  En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás:
    Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.
    El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía a levantar los ojos al cielo; solo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.
    Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.

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    La parábola es propia de san Lucas y puede considerarse un exponente del lema paulino de la justificación por la gracia y no por la obras. El fariseo y el publicano representan dos tipos antagónicos y paradigmáticos. El fariseo busca la autojustificación, el publicano se encomienda a la misericordia de Dios.  La parábola de Jesús invita al autoexamen de conciencia. El final del texto halla paralelos en Lc 14,11; Mt  23,12 y subraya la necesidad de convertirse al evangelio de la humildad y de la gracia.


REFLEXIÓN PASTORAL

     El fariseo era el hombre oficialmente justo (y puede que realmente lo fuera en muchos casos), el publicano era símbolo del pecador (y puede que en muchos casos realmente no lo fuera). Eran, sin embargo, clichés corrientes para catalogar a las personas de entonces. Pero, como toda verdad, tampoco la del hombre se reduce a tópicos y a clichés. “Lo que el hombre es ante Dios, eso es y nada más” decía san Francisco. Y ante Dios se sitúan estos dos “tipos” de hombre.
     “¡Oh Dios mío!”. Así comienzan ambos su oración, pero desde posiciones geográficas y espirituales distintas y distanciadas. El fariseo, erguido, en primera fila; el publicano, atrás, no se atrevía a levantar los ojos… Y desde ahí los caminos se bifurcan y separan.
     El fariseo, aunque diga “Te doy gracias”, no da gracias a Dios: se aplaude a sí mismo. Su oración es imposible porque habla de confrontación con los otros, de distanciamiento, de descalificación y de autodefensa -“no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano”. Comienza invocando a Dios, pero lo ocultó en seguida con su enorme YO, con su propio ídolo. En aquel hombre tan lleno de sí mismo no quedaba espacio para Dios. Se creía santo y por eso hasta su orgullo era santo.
    ¡Pobres santos, quienes confunden la santidad con el cumplimiento legalista; quienes tienen que recordar a Dios que gracias a ellos recibe gloria; quienes necesitan desmarcarse del conjunto para hacerse oír de Dios! ¡Pobres santos, porque no son santos!
    El publicano, menos habituado al templo y a los rezos, que quizás desconocía las leyes religiosas, hace una síntesis más breve de su vida: “Soy un pecador”. Y concede a Dios todo el espacio, todo la iniciativa, todo el protagonismo. Deja que Dios sea Dios, que sea su salvador. Su pequeño yo no eclipsa a Dios. 
    El fariseo entendía la salvación como hechura de sus propias manos; Dios era un simple remunerador. El publicano entendía la salvación como obra de Dios, confiándose a ella esperanzadamente Por eso, “bajó justificado a su casa”, porque dejó que Dios brillara en su vida. Así juzga Dios. 
     La primera lectura nos presenta el perfil del Dios justo. Una justicia que no es “neutralidad” aséptica, sino condescendencia misericordiosa ante las “precariedades” humanas: “Escucha las súplicas del oprimido, no desoye los gritos del huérfano o de la viuda…; sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes”. Para Dios no bastan las “pruebas externas”, que pueden estar amañadas. Dios no mira ni juzga como los hombres. Los hombres juzgan por las apariencias, pero Dios mira al corazón (1 Sam 16,7). 
            Por eso, en la segunda lectura, san Pablo expresa su serenidad ante el momento final, convencido de que su vida de fidelidad y sufrimiento por el evangelio serán acogidos por el Señor, juez justo, que conoce cómo ha corrido hasta la meta. Pero Pablo sabe que todo eso no ha sido por obra suya, sino por la gracia de Dios que ha actuado en él. No le salvará su fidelidad para con Dios sino la fidelidad de Dios para con él. Una fidelidad que exige correspondencia, pero que, por encima de todo, es oferta permanente de misericordia.
             


REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Desde qué espacios vitales hago yo la oración?
.- ¿Puedo decir con san Pablo que estoy combatiendo bien mi combate?
.- ¿Priva en mí la autosuficiencia o la humildad?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap

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