miércoles, 28 de diciembre de 2016

SANTA MARÍA MADRE DE DIOS


1ª Lectura: Números 6,22-27

    El Señor habló a Moisés: Di a Aarón y a sus hijos: Esta es la fórmula con que bendeciréis a los israelitas:
        El Señor te bendiga y te proteja,
        ilumine su rostro sobre ti
        y te conceda su valor;
       el Señor se fije en ti
        y te conceda la paz.
   Así invocarán mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré.

                        ***                  ***                  ***                  ***
    Dios es la fuente de todo bien, luz, fortaleza y paz. Su mirada bienhechora y misericordiosa sobre el hombre es la garantía de la existencia. Esta bendición, pronunciada por el sacerdote sobre el pueblo, halló su plenitud en Cristo, en quien hemos sido bendecidos con toda clase de bendiciones en el cielo (Ef 1,3; Gál 3,14).


2ª Lectura: Gálatas 4,4-7

    Hermanos:
    Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijo por adopción. Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá! (Padre).  Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.

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    La gran bendición de Dios, Jesucristo, nos introduce, por la filiación adoptiva, en el contenido más profundo de la bendición de Dios, que nos capacita para poder decir con legitimidad ¡Abbá!, convirtiéndonos, además, en herederos de Dios.


Evangelio: Lucas 2,16-21
                                                       


   En aquel tiempo los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho. Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.


                        ***                  ***                  ***                  ***

    Advertidos por los ángeles, los pastores se dirigen a Belén. Llegados al lugar se convierten en desveladores del misterio del Niño. Y todos se admiraban al oírlos. Y entre los oyentes la más “activa” era María, meditando todo en su corazón. La imposición del nombre de Jesús (Salvador/Liberador) cumple y cierra el relato de la Anunciación (Lc 1,31). Como los pastores, celebrando la Navidad, hemos de regresar a casa, convertidos en anunciadores  creíbles de la misma.

REFLEXIÓN PASTORAL

     El evangelio de este Domingo, presenta dos cuadros: el de los pastores y el de la Virgen María.
    No deja de ser sorprendente que el anuncio del nacimiento del Hijo de Dios se dirigiera a unos pobres pastores, en vez de dirigirse a las autoridades políticas y religiosas de Judea; que se dirigiera a gente ignorante y de poca buena fama, en vez de hacerlo a los teólogos y maestros de la Ley; que lo hiciera en medio de la noche, en el campo, y no en la capital de Jerusalén ni en el templo… Así de sorprendente es Dios.
       Aquellos hombres, con toda seguridad, nunca habían pisado el templo de Jerusalén (quizá les hubiera gustado, pero no podían), y, con toda probabilidad, tampoco la sinagoga, porque no tenían tiempo. Eran “creyentes” (porque creyeron al ángel), pero no eran religiosamente “practicantes”  (porque la vida no se lo permitía). Para ellos no había “sábados”. Eran solo pastores asalariados, miembros de un grupo que no contaba con buena fama ni credibilidad social.
       ¡A estos eligió Dios para comunicar la trascendental Noticia y desvelarles la identidad mesiánica del Niño. Ellos, los desclasados pastores, fueron los primeros testigos…, y los primeros misioneros del Evangelio de la alegría y de la alegría del Evangelio.
       Y la figura de la Virgen María. El paso de María por la vida fue el de una mujer interiorizadora, con una presencia discreta y concreta. No buscó protagonismos. No eclipsó a Jesús: dejó que fuera él, pero ella no dejó de ser su madre. Vivió en la normalidad de la fe, y vivió la fe con normalidad.
     Sorprendida por la obra de Dios en ella, “guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19). No sólo en Belén, también en la pérdida en el Templo (Lc 2,41-50).
        En la vida pública de su hijo (Mc 3,31-35), en Caná, donde aparece como causa motivadora de la tercera epifanía de Jesús (Jn 2,1-12), junto a la cruz (Jn 19,25-27) y en la asamblea de la comunidad pospascual (Hch 1,14) María “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”.
       María es el prototipo de un tipo de memoria: la memoria del corazón. Porque existe una memoria “cerebral”, acumulativa, de archivo de datos: una memoria fría. Y existe una memoria “cordial”, selectiva, de vivencias: cálida.
     Mientras que la primera está expuesta a la erosión del olvido, la segunda es firme y duradera, porque todo lo que no pasa por el corazón, acaba olvidándose y diluyéndose. Y la vida no debe diluirse.
         María enseña a interiorizar la vida, a depositarla en ese espacio seguro, a prueba de amnesias, que es el corazón.
         A esa memoria le cuadran muy bien las palabras con que san Pablo describe al amor: “no es envidioso ni jactancioso; no toma en cuentas el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta” (1 Cor 13,4-7).
         María participaba de la memoria de Dios, una memoria que sólo se activa por el amor y para el amor. Un Dios no de mucha memoria -“Si llevas cuenta de los delitos…” (Sal 130,3)-, sino de buena memoria, la que “no lleva cuentas del mal” (1 Cor 13,5).
Una memoria redentora, en la que entran el dolor, la agresión…, pero en la que no quedan archivados: ahí son liberados y redimidos por el amor y el perdón, pasando a formar parte de la historia de una vida que no queda bloqueada por el pasado, sino abierta al futuro.
Una memoria sapiencial, que desde una lectura interior, sin precipitaciones ni prejuicios, sabe aguardar los tiempos de la verdad, que suelen ser más pausados, pero también más seguros.  Una memoria así, es una memoria pacificada y sembradora de paz. Llamada de atención pertinente al día en que se celebra la Jornada de la Paz.
         Mientras la memoria cerebral se alimenta solo de experiencias, la memoria cordial alimenta la esperanza. Y cultivar esa memoria, la del corazón, no es una ingenuidad, es la mayor de las audacias. Solo los fuertes son capaces.
         La memoria del corazón sabe hacer de la vida, con sus luces y sus sombras, gozos y sufrimientos, un “magnificat” de gratitud, alabanza y alegría, como 

   
REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Como los pastores, soy testigo gozoso de la Navidad?
.-  ¿Cómo María, guardo en el corazón todas estas cosas?
.- ¿Me siento un instrumento de paz?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.











miércoles, 21 de diciembre de 2016

NATIVIDAD DEL SEÑOR -A-

NATIVIDAD DEL SEÑOR -A-

1ª Lectura: Isaías 52,7-10
 
    ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: “Tu Dios es Rey”!
    Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. Romped a cantar, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén; el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra y la victoria de nuestro Dios.

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    Este poema, que evoca a Is 40,9-10, cierra una sección importante del libro y prepara a Is 62,6-7. Más allá de los problemas textuales, en el marco de la Navidad este texto halla su plenitud en el gran Mensajero de la Paz y constructor del Reino de Dios, Jesús. El nacimiento del Señor marca el punto de inflexión, a partir del cual renace la esperanza y la alegría.

2ª Lectura: Hebreos 1,1-6

    En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es el reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de Su Majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: “Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado”? O ¿”Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo”? Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: “Adórenlo todos los ángeles de Dios”.

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    Nos hallamos ante uno de los textos más densos del NT. En Jesús, Dios deja de pronunciar palabras para pronunciarse él. Jesucristo es el autopronunciamiento personal de Dios. En él desaparece toda fragmentariedad y provisionalidad. Él ha realizado el designio original de Dios. La Navidad no debe diluirse en un sentimentalismo fácil, sino abrirnos a una contemplación y escucha profundas del Niño que nace en Belén La Navidad inagura los tiempos definitivos.    

Evangelio: Juan 1,1-18
                                        

    En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió… La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad….

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    En los evangelios hay dos presentaciones del misterio navideño: uno “narrativo”:  el de los sinópticos (Mt y Lc), y otro “kerigmático”: el de Juan. El prólogo del IV evangelio, texto elegido para la liturgia de esta solemnidad, rebosa densidad teológica. Presenta la identidad y misión profundas de Jesús -la Palabra personal de Dios, llena de luz y de vida…-; denuncia el peligro de no reconocer su venida en la debilidad de la carne, y anuncia la enorme suerte de los que reconocen y acogen esa “navidad” de Dios. Porque la “navidad” de Dios no será completa hasta que cada uno no nos incorporemos a ella o la incorporemos a nosotros.  


REFLEXIÓN PASTORAL

    La Navidad se ha convertido en una de las fechas mágicas y tópicas por excelencia. Son muchos los elementos que se funden en ella -y que la confunden-. No se trata de polemizar contra esos aspectos periféricos y distorsionadores, sino de reivindicar su “corazón” y su “razón” originales. 
    La Navidad nos habla, en primer lugar, de Dios; todo es iniciativa suya. Un Dios que decide encarnarse -humanizarse-, convivir, dialogar, servir y salvar al hombre. Un Dios que quiere hacernos familia suya -hijos- (1 Jn 3,1), y hacerse familia nuestra –hermano- (Heb 2,11) ¡Este es el “corazón” de la Navidad y su “razón” original!            
     La Navidad es una llamada a la interioridad, y hay que entrar en ella, y por su puerta. No puede ser algo que “se viene y se va” en una alegría intrascendente e inmotivada.
     La Navidad ha de dejar una huella permanente, indeleble e inolvidable, como la dejó en Dios, a quien  marcó profundamente y para siempre. La Navidad “humanizó” a Dios; dotándole de un corazón humano; de una mirada humana; le permitió no solo amar y ver divinamente, sino amar y ver humanamente. En la Navidad Dios estrenó corazón y mirada. Pero, al mismo tiempo la Navidad nos ha dotado a nosotros de un corazón nuevo y de una mirada nueva. En ese niño que nace en Belén, en Jesús, nuestra mirada se enriquece: ya no vemos a Dios desde fuera, sino desde dentro; ya no le vemos solo con nuestros ojos sino con sus propios ojos. En Jesús se nos ha renovado el corazón y se nos ha devuelto la vista. Es la gran aportación de la Navidad.
    La Navidad nos ofrece la oportunidad de restregarnos los ojos para descubrir al Jesús de verdad; y la verdad de Jesús. La fiesta del nacimiento del  Hijo de Dios debe ser también la de su descubrimiento. De lo contrario será una ocasión perdida. Todo se diluirá en luces que no alumbran, en voces que no dan respuestas; en consumos que nos consumen.
     La Navidad es una posibilidad y una responsabilidad. La posibilidad de compartir con Dios su “cena” de Navidad. Y la responsabilidad, o irresponsabilidad, de no oír su llamada y “cenar” sin él, una cena más y sin más, porque “vino a los suyos y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11; Apo 3,20).
     Sin renunciar a la interpretación festiva, hay que oponerse al secuestro y tergiversación de estos misterios, protagonizados por un consumismo y una publicidad insolidarios con las necesidades de tantos hombres -hermanos-, para quienes careciendo en esos días de lo necesario, tales mensajes resultan una provocación.
     Afinemos la sensibilidad, porque sería un despiste enorme celebrar la Navidad sin conocer de verdad al Señor. ¡FELIZ NAVIDAD!

REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Cómo celebro la Navidad?
.- ¿Qué gusto deja en mi vida?
.- ¿Celebro en ella mi filiación divina y fraternidad interhumana?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap



miércoles, 14 de diciembre de 2016

IVº DOMINGO DE ADVIENTO -A-


1ª Lectura: Isaías 7,10-14

    En aquellos días, dijo el Señor a Acaz: “Pide una señal al Señor tu Dios en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo”.
    Respondió Acaz: “No la pido, no quiero tentar al Señor”.
     Entonces dijo Dios: “Escucha casa de David: ¿no os basta cansar a los hombres sino que cansáis incluso a Dios? Pues el Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Enmanuel (que significa: ‘Dios-con-nosotros´).

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    Este oráculo de Isaías se sitúa en el momento histórico en que Siria y Efraím (el Israel del norte), tras haber intentado sin éxito una alianza con Judá para atacar a Asiria (2 Re 15-16), se deciden a imponer en Judá, por la fuerza, un rey que favorezca sus planes (Is 7,6). Ante esta decisión “se estremeció el corazón del rey y el de su pueblo” (Is 7,2).
    El profeta intenta aportar serenidad, pero sin éxito (Is 7,4b-9b). Ante este rechazo del rey, Isaías pronuncia el oráculo conocido como “el del Enmanuel”. En él se anuncia la cercanía de Dios y su fidelidad a la dinastía davídica en ese momento difícil, y se asegura la desaparición de ese peligro, pero también se hace una llamada a la fe: “Si no creéis, no subsistiréis” (Is 7,9b).
     El centro del oráculo reside en el “niño”: él es la señal. Respecto de la madre se ha especulado sobre su identidad (¿una de las esposas del rey?, ¿la esposa de Isaías? ¿una alusión a la ciudad de Jerusalén?). La relectura cristiana ha introducido en la lectura de esa figura la perspectiva mariológica.

2ª Lectura: Romanos 1,1-7

    Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para anunciar el Evangelio de Dios. Este Evangelio, prometido ya por sus profetas en las Escrituras Santas, se refiere a su Hijo,  nacido, según lo humano, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte: Jesucristo nuestro Señor.
    Por él hemos recibido este don y esta misión: hacer que todos los gentiles respondan a la fe, para gloria de su nombre. Entre ellos estáis también vosotros, llamados por Cristo Jesús.
    A todos los de Roma, a quienes Dios ama y ha llamado a formar parte de su pueblo santo, os deseo la gracia y la paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.

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    A una comunidad a la que no conocía personalmente, Pablo dirige la Carta síntesis de su pensamiento apostólico. Se presenta como elegido de Dios y siervo de Cristo para anunciar el Evangelio. Una reivindicación que él juzga necesaria, frente a los que impugnaban su condición de apóstol (cf. 2 Cor 11-12). Evangelio que hunde sus raíces en las Escrituras Santas, y que halla su plena manifestación en la persona de Jesucristo, -“Evangelio de Dios”-, Hijo de Dios, por el Espíritu, y verdadero hombre, de la estirpe de David. Un Evangelio que no conoce fronteras, y que ha llegado ya hasta la capital  del mundo conocido -Roma-.

Evangelio: Mateo 1,18-24


                                             La concepción de Jesucristo fue así: La madre de Jesús estaba desposada con José, y antes de vivir juntos resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo.
   José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero apenas había tomado esta resolución se le apareció en sueños un ángel del Señor, que le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados”.
     Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta: Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel (que significa: Dios-con-nosotros).
    Cuando José se despertó hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.

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REFLEXIÓN PASTORAL

    En el umbral de la Navidad, aparecen los personajes más cercanos al misterio:María y José. 
    María nos muestra el modo más veraz de celebrar la venida del Señor: acogida gozosa y cordial de la Palabra del Señor; y el estilo: encarnándola y alumbrándola en la propia vida.  María es la primera luz, la señal más cierta de que viene  el Enmanuel, porque lo trae ella.
     En esto consiste su inigualable grandeza: en una entrega inigualablemente audaz y confiada en las manos de Dios; en una acogida inigualablemente creadora del Señor.
    María es una figura que produce vértigo, por su altura y profundidad. Interiorizada por Dios, que la hizo su madre, e interiorizadora de Dios, a quien hizo su hijo. Dios es el espacio vital de María y, milagrosamente, María se convierte en espacio vital para Dios. Dios es la tierra fecunda donde se enraíza María y, milagrosamente, María es la tierra en la que florece el Hijo de Dios.
    Pero esto no le dispensó de la fe más honda y difícil. La encarnación de Dios estuvo desprovista de todo triunfalismo. La Navidad fue para  María, ante todo, una prueba y una profesión de fe. “Dichosa tú, que has creído” (Lc 1,45). Por eso es “bendita entre todas las mujeres” (Lc 1,42).         
    Y junto a María, José, “que era justo” (Mt 1,19).  Y porque era justo: aceptó el misterio que Dios había obrado en María, su esposa (Mt 1,24); se entregó sin fisuras al servicio de Jesús y de María; asumió las penalidades de la huida a Egipto para proteger la vida de Jesús, amenazada por Herodes, (Mt 2,13-15); lo buscó angustiado, con María, cuando, a los doce años, decide quedarse en Jerusalén (Lc 2,41-50); fue el acompañante permanente del crecimiento de Jesús en edad, sabiduría y gracia (Lc 2,52); y aceptó el silencio de una vida entregada al servicio del plan de Dios, renunciando a cualquier tipo de protagonismo… José no es un “adorno”, ni un personaje secundario. Nos enseña a saber estar y a saber servir.
     María y José son los protagonistas de un SÍ a Dios, que hizo posible el gran SÍ de Dios al hombre: Jesucristo, a quien san Pablo presenta (2ª lectura) como el núcleo del Evangelio, destacando su condición humana -“de la estirpe de David”- y su condición divina -“Hijo de Dios, según el Espíritu”-.
     Estos son los mimbres con los que Dios quiso tejer el gran misterio de su nacimiento.  Mimbres humildes, flexibles, pero sólidos. Dios elige “lo que no cuenta…” (1 Cor 1,28).
    “No temas quedarte con María” (Mt 1,20). Porque ella hizo florecer la Navidad; porque es maestra del Evangelio; porque con  ella siempre estará su Hijo.  Será la mejor compañera, constructora y maestra de la Navidad. Y tampoco olvidemos a José, porque de él Jesús aprendió a ser hombre.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- En el umbral de la Navidad, ¿con qué actitudes me dispongo a celebrarla?
.- ¿Qué ha supuesto para mí el tiempo de Adviento?
.- ¿En qué modelos me inspiro para celebrar la Navidad?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

IIIº DOMINGO DE ADVIENTO -A-


1ª Lectura: Isaías 35,1-6a. 10

    El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor el narciso, se alegrará con gozo y alegría. Tiene la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarón. Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios. Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis. Mirad vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará. Se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, y la lengua del mudo cantará. Y volverán los rescatados del Señor. Vendrán a Sión con cánticos: en cabeza: alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría. Pena y aflicción se alejarán.

                            ***             ***             ***

    El capítulo 25 de Isaías es un poema que contempla la vuelta del Destierro y, por tanto, habría que relacionarlo con la segunda parte del libro de Isaías (caps. 40-55), conocido como “Deutero Isaías”. El profeta contempla y canta la restauración de Israel. El pueblo contemplará la gloria y la belleza del Señor, reflejada en la transformación del desierto en vergel. Esa noticia debe regenerar a la comunidad que, liberada de sus ataduras, recuperada de  su fragilidad, es invitada a ponerse en camino hacia la patria, la Sión renovada y convertida en morada permanente del Señor.
    Situado en el Adviento cristiano, el texto supone un estímulo para dotar a nuestra vida de esperanza, superando miedos y debilidades, y encantarnos con la contemplación de la belleza y la gloria de nuestro Dios, reflejada en rostro de Cristo (2 Cor 4,6).   

2ª Lectura: Santiago 5,7-10

    Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor. El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra mientras recibe la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes porque la venida del Señor está cerca. No os quejéis, hermanos, unos de otros para no ser condenados. Mirad que el juez está ya a la puerta. Tomad, hermanos, como ejemplo de sufrimiento y paciencia a los profetas, que hablaron en nombre del Señor.

                            ***             ***             ***

    A los primeros cristianos les inquietaba el retraso de la venida del Señor. Esperaban con ansiedad ese momento. La situación que estaban viviendo era difícil -“rodeados de toda clase de pruebas” (Sant 1,2)-. En la Carta, dirigida a cristianos de origen judío dispersos por el mundo greco-romano, se les anima no sólo a la paciencia sino también a la fortaleza y la perseverancia. Hay que abandonar cálculos de tiempo cronológico,  y “abandonarse” a la promesa del Señor, que no fallará.

Evangelio: Mateo 11,2-11

    En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras de Cristo, le mandó a preguntar por medio de dos de sus discípulos: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”
    Jesús les respondió: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia. ¡Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí!”
    Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. ¿Entonces, ¿a qué salisteis, a ver a un Profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quién está escrito: ‘Yo envío mi mensajero delante de ti para que prepare el camino ante ti´. Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista, aunque el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él”.

                            ***             ***             ***


    A la cárcel le llegan a Juan noticias de Jesús, de sus obras, que no parecen coincidir con el perfil austero y penitencial diseñado por él (cf. Mt 3,1-12; 11,18). Por eso envía discípulos para conocer la respuesta personal de Jesús. Y ésta es clara: sus obras, contempladas a la luz de los oráculos proféticos (Is 35,5-6; 42,18) no dejan lugar a dudas; y revelan también que su mensaje es la Buena Noticia.
     Junto a este autotestimonio, Jesús da testimonio de Juan. Aunque él, Jesús, aporta un plus  -un tono y un rostro nuevo-, no lo descalifica: Juan no es un predicador oportunista ni un halagador de los oídos del poder; es más que profeta: es el Precursor.

REFLEXIÓN PASTORAL

    “Se alegrarán el páramo y la estepa…” (Is 35,1). Es el mensaje del tercer domingo de Adviento -por eso designado domingo “gaudete”-. Pero, ¿es un mensaje posible? ¿Existe en nuestra sociedad, tan tensionada, un espacio y un motivo para la alegría? ¿Más que alegrarse no está gimiendo la creación por la violencia a la que la tiene sometida el hombre (cf. Rom 8,22)?
    La Palabra de Dios nos invita no sólo a la alegría, sino que ofrece el auténtico motivo para la misma: la venida del Señor.  El profeta Isaías, con una mirada profunda, atisba el rejuvenecimiento de la creación, reflejo de “la belleza de nuestro Dios” (vv.1-2), del rejuvenecimiento hombre, que recuperará el pleno uso de sus sentidos, y del de la misma sociedad (vv. 3-6).
    La alegría y la esperanza descansan, recuerda el salmo responsorial, en la fidelidad y lealtad de Dios (Sal 146,6), que vendrá para salvarnos.
   La venida cierta pero sorpresiva del Señor es el motivo de nuestra alegría. Pero esperar no es fácil. Por eso la Carta de Santiago nos advierte: “Tened paciencia, hermanos,…y manteneos firmes” (Sant 5,7.8).
    “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos todavía que esperar a otro?” (Mt 11,3). En esa  pregunta se encuentra condensada la expectación de toda la historia humana. ¿Eres tú… el agua viva (Jn 4,10), el pan de la vida (Jn 6,35), la luz (Jn 8,12), el camino, la verdad, la vida… (Jn 14,6), o tenemos que seguir esperando a otro, apurando fuentes y alimentos que no sacian, internándonos por caminos que no nos conducen a ninguna parte o que, por lo menos, no nos conducen a Dios? ¿Eres tú?
     “Dichoso el que no se siente defraudado por mí” (Mt 11,6). En realidad Él, Jesucristo, no defrauda, porque vino a dar testimonio de la Verdad, pero sí que pueden sentirse defraudados, desencantados los que van tras Él buscando otras cosas, y no la Verdad (cf. Jn 6,26).
    Acojamos la pregunta del Bautista y examinemos si es el Señor, quien orienta y colma nuestra esperanza; si es Él el fundamento de nuestra alegría. En todo caso, es importante que nos preguntemos y respondamos con sinceridad a esa cuestión, pues llegará el momento en que el mismo Jesús nos pregunte: “¿Y vosotros, quién decís que soy yo?” (Mt 16,15).

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Quién digo yo que es Jesús? ¿Lo digo de palabras, o lo digo con la vida?
.- ¿Me reconozco en la bienaventuranza de Jesús?

.- ¿Me inunda la alegría del evangelio?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCAp.