jueves, 31 de agosto de 2017

DOMINGO XXII -A-

1ª Lectura: Jeremías 20,7-9

    Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que hablo tengo que gritar “Violencia”, y proclamar “Destrucción”. La palabra de Dios se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de él, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla y no podía.

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    Nos hallamos ante uno de los textos de las “confesiones” de Jeremías. Seducido por el Señor, el profeta se siente el hazmerreír de todos. Sus advertencias son despreciadas. Siente la tentación del abandono y del silencio. Sin embargo el ardor de la palabra de Dios le quemaba por dentro. Ser profeta no es ser portador de “slogans” populistas. Ser profeta es ser servidor de la palabra de Dios. Es dejarse seducir por Dios.

2ª Lectura: Romanos 12,1-2

    Hermanos:
    Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; este es vuestro culto razonable. Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto.

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     La existencia cristiana se reduce a un culto formalista, ritual y extrínseco; implica no solo ofrecer sino ofrecerse, hacerse ofrenda, unida a la ofrenda de Cristo. Exige también una profunda renovación interior para discernir, en medio de la baraunda de las propuestas mundanas, la voluntad de Dios. Y comporta también asumir un posicionamiento alternativo y conflictivo a los esquemas del mundo.

Evangelio: Mateo 16, 21-27

                                                
    En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser  ejecutado y resucitar al tercer día.
    Pedro se lo llevó a parte y se puso a increparlo: ¡No lo permita Dios! Eso no puede pasarte.
    Jesús se volvió y dijo a Pedro: Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.
    Entonces dijo a sus discípulos: El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?  ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.

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    La escena es dura: quien poco antes ha sido “beatificado” como portavoz del pensamiento del Padre (Mt 16,17) ahora es denunciado por pensar como los hombres no como Dios; quien poco antes ha sido calificado como “dichoso”, ahora es presentado como  Satanás… La comprensión de Jesús por parte de sus discípulos no fue fácil: rebasaba sus expectativas. ¿Y no ocurre algo parecido hoy? Jesús no impone, expone las exigencias del seguimiento, por eso invita a una decisión ponderada. El seguimiento es imposible sin la ayuda de Jesús (Jn 15,5), pero él no es nuestro suplente sino nuestro acompañante y guía. El cristiano ha de planificar, pero según las pautas marcadas por Jesús, no según los criterios del mundo.

REFLEXIÓN PASTORAL

    Los textos de este domingo nos confrontan con unas preguntas y unos planteamientos nada equívocos: los planteamientos de Dios. Planteamientos que frecuentemente rehuimos, quizá porque otros, más  inmediatos, son los que nos ocupan; o porque, vamos perdiendo la conciencia de la propia identidad, convirtiéndonos en contemporizadores y posibilistas. 
    Contra estas posturas nos alerta hoy el Señor. Su palabra no es fácil -nunca lo fue-. Pedro, al principio, no la entendió, porque pensaba “como los hombres” (Mt 16,23). Sin embargo, quien la acoge como criterio en su vida, experimenta la sensación de Jeremías. Su fidelidad le supuso enormes problemas, pero también encontró en ella la fortaleza  para la lucha, y el consuelo que produce su fidelidad.
     Quien solo aclama la palabra de Dios, no la ha entendido. Porque es espada de doble filo, que penetra hasta el fondo del alma, dejando al descubierto lo más profundo del hombre (cf. Heb 4,12). Y esa Palabra se encarnó en Jesucristo que, ya desde su infancia, fue presentado como una bandera discutida (Lc 2,24). Y en su predicación nos dijo: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo…” (Mt 16,24ss).
     No es una llamada no a la resignación. Jesús no murió en la cruz por resignarse, sino por todo lo contrario, por rebelarse y denunciar el pecado de su tiempo.
     Es una llamada a la madurez de juicio, para discernir, desde la fe personalizada, la voluntad de Dios.
     Una llamada a vivir la fe, no solo ritual sino realmente, convirtiendo en ofrenda a Dios nuestro ser y quehacer (Rom 12,1).
     Una llamada a tomar posturas críticas: “No os ajustéis a este mundo” (Rom 12,2). Como creyentes no podemos perder de vista nuestra referencia principal, Dios. Por todo ello, es necesaria esa renovación interior a la que alude san Pablo: “Transformaos por la renovación de la mente” (Rom 12,2).
      Dios, por medio de su Palabra, nos sitúa en una alternativa de libertad y de responsabilidad (Mt 16,24). Pero desde la decisión de seguirle, no deberían quedar espacios para la duda ni la ambigüedad; pues, por encima de todo, nos guía una certeza, que viene de Dios: “Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí (es decir, la consume en opciones de entrega y amor) la encontrará” (Mt 16,25). Son los planteamientos de Dios: Hay que perder para ganar...         
    El profeta Jeremías abre una pista, desde la que todo puede ser mejor asumido: la seducción.  Dios, Cristo, la Palabra de Dios ¿nos seducen? ¿Los que entramos en las iglesias para celebrar la eucaristía entramos seducidos y, sobre todo, salimos seducidos? Sin esta experiencia, creer en el Evangelio y la evangelización es imposible, o al menos irrelevante.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Qué conocimiento y qué vivencia tengo de la palabra de Dios?
.- ¿Desde dónde hago los discernimiento en la vida?
.- ¿Según qué prioridades planifico mi vida?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

martes, 22 de agosto de 2017

DOMINGO XXI -A-


DOMINGO XXI -A-

1ª Lectura: Isaías 22,19-23

    Así dice el Señor a Sobna, mayordomo de palacio: Te echaré de tu puesto, te destituiré de tu cargo. Aquel día llamaré a mi siervo Eliacín, hijo de Elcías: le vestiré tu túnica, le ceñiré tu banda, le daré tus poderes; será padre para los habitantes de Jerusalén, para el pueblo de Judá. Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá. Lo hincaré como un clavo en sitio firme, dará un trono glorioso a la casa paterna.

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    A la pretensión prepotente de este funcionario responde el profeta con la denuncia y el anuncio de su destitución. A Sobna se le había subido el poder a la cabeza: ha pretendido “construirse” un memorial (una tumba) para inmortalizar su figura (Is 22,15-16) y, además, ha realizado una gestión política equivocada y sorda a las demandas del pueblo. El poder es una llamada al servicio, no a satisfacer proyectos personales egoístas. Dios suscitará un nuevo servidor -Eliacín-, que parece tampoco caminó con fidelidad ante el Señor (Is 22,24-25), favoreciendo descaradamente a sus familiares.


2ª Lectura: Romanos 11,33-36

    ¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le ha dado primero para que él le devuelva? El es el origen, guía y meta del universo. A él la gloria por los siglos. Amén.

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     Estos versículos son el final de la reflexión que Pablo hace sobre la actual situación de Israel, de cómo se ha llegado a esta paradójica situación de que el pueblo elegido no hay reconocido a Cristo (Rom 9-11). También para Israel hay espacio. Solo Dios en su sabiduría y providencia conoce y maneja los hilos de la historia. Y Pablo se entrega confiadamente a esa generosidad, sabiduría y conocimiento de Dios. E invita a los cristiano a abrirse a ese plan de Dios, y a no condenar a sus “hermanos” de alianza.

Evangelio: Mateo 16,13-20

                        
    En aquel tiempo llegó Jesús a la región de Cesarea de Felipe y preguntaba a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?
    Ellos contestaron: Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.
    El les preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
    Simón Pedro tomó la palabra y dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
    Jesús le respondió: ¡Dichoso tu Simón, hijo de Jonás! , porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.
    Y les mandó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.

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El texto tiene como referente a Mc 8,27-30. Pero introduce un elemento original de la tradición mateana: las promesas a Pedro como depositario de las llaves del reino de los cielos y piedra básica de la Iglesia. La prohibición de no decir a nadie que Jesús era el mesías, obedece a la ambigüedad que rodeaba a ese título. Normalmente asociado a una comprensión triunfalista y de poder, Jesús presenta “otra” muy distinta (Mt 16,21), que ni el mismo Pedro comprendía (Mt 16,22), y que provocó una severa reprensión de Jesús, llamándole “Satanás”. Simón Pedro oscila entre ser designado “piedra” sólida y “piedra” de tropiezo. También Pedro llevaba un tesoro en vasijas de barro (2 Cor 4,7).


REFLEXIÓN PASTORAL

    El entusiasmo inicial en torno a Jesús comienza a decrecer y a despuntar una cierta hostilidad protagonizada por los dirigentes religiosos. ¡Jesús comienza a ser cuestionado! Y esto afecta necesariamente a la confianza del grupo. Para serenar el horizonte, el Maestro decide abrir un breve paréntesis en su actividad, retirándose con los Doce a la región de Cesarea de Filipo. Y lo primero que hace es clarificar la situación: ¿cuál es el estado de la opinión pública? Los discípulos le informan, en realidad solo de la parte favorable, ocultando los movimientos de rechazo generados ya contra él (cf. Mt 9,34; 12,24).
    Pero Jesús va más allá. Le interesa la opinión de los suyos: “¿Vosotros, quién decís que soy yo?” (Mt 16,15). Y Pedro se adelanta, proclamando: “El Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16).
    Inspirado por el Padre, Pedro ha formulado el núcleo de la fe de la Iglesia. Y Jesús convierte esa fe en la piedra angular de la misma. “Sobre esta afirmación que tú has hecho: ´Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo`, edificaré mi Iglesia” (San Agustín: Sermón 295).
     Sí, el fundamento de la Iglesia no es Pedro, sino la fe de Pedro -Jesucristo-; no hay otro fundamento, pues “nadie pude poner otro fundamento que el ya puesto, Jesucristo” (1 Cor 3,11). Ese ha sido el designio, su decisión más sublime (2ª lectura). La fe en Cristo es la roca sobre la que se asienta la Iglesia, por eso hemos de estar muy atentos a no fundamentarla en otras cosas. Una fe que se acoge, se proclama y, sobre todo, que se concreta en la vida. La Iglesia surge de la fe, y solo puede mantenerse en la fe. “Si no creéis no subsistiréis” (Is 7,9).
     La Iglesia no salva -solo Dios es salvador-, sirve al proyecto salvador de Dios. A ella se le han entregado “las llaves del Reino de los cielos” (Mt 16,1), como a Eliacín le fue entregada la llave del palacio de  David (1ª lectura). Y, partir de ahí, su misión es hacer posible y hacer visible la realidad de ese Reino. La fuerza de la Iglesia es la fe.
    Conocemos la respuesta de Pedro (Mt 16,16), pero no basta; en todo caso, esa respuesta no ha cerrado la pregunta, que sigue abierta y tiene doble resonancia: personal-contemplativa y testimonial-apostólica. Es llamada a descubrirlo personalmente, y a descubrirnos personalmente ante él. 
      No es solo la pregunta por la identidad de Jesús sino por su entidad significativa para la vida. ¿Qué densidad, qué contenido, qué tono aporta ese conocimiento? Pues no basta con saber quién es Jesús, es preciso saber qué significa existencialmente (Lc 6,46; Mt 7,21). Es la primera resonancia, la  personal-contemplativa.  No es la invitación a crear un Jesús a la medida de nuestros deseos, sino a descubrirlo allí donde él ha querido dejar los signos de su presencia (Mt 25,31ss; 1 Cor 11,23-25...). Y puesto que ese conocimiento y reconocimiento no es conquista humana sino revelación del Padre (Mt 16,17), tal pregunta nos llevará, necesariamente, al mundo de la oración.                                                 Pero la pregunta contiene una resonancia ulterior: ¿Quién decís que soy yo a los otros? Porque a ese Jesús descubierto personalmente, hay que descubrirlo públicamente. El Cristo conocido debe ser dado a conocer. Y eso llevará, inevitablemente, al centro de la vida, para ser testigos de lo que hemos visto... (1 Jn 1,1), pues no se enciende una luz para ponerla bajo de un celemín (Lc 11,33). Es la interpelación testimonial-apostólica.
    Ambas resonancias deben ser escuchadas; pues, por un lado existe la tentación de contentarse con imágenes edulcoradas de Cristo y, por otro, la inclinación a privatizar la fe. La fe que no deja huella en la vida es pura evasión, y que el anuncio de Jesús, sin vivencia personal, no es evangelización, sino mera propaganda.  ¿Quién decís que soy yo? Una pregunta que no solo define a Jesús sino a sus discípulos.

REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Cómo es mi testimonio de Cristo? ¿Teórico o vivencial?
.- ¿Quién es Jesucristo para mí?
.- ¿Con qué pasión lo busco?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

jueves, 17 de agosto de 2017

DOMINGO XX -A-

1ª Lectura: Isaías 65,1.6-7

    Así dice el Señor: Guardad el derecho, practicad la justicia, que mi salvación está para llegar y se va a revelar mi victoria. A los extranjeros que se han dado al Señor para servirlo, para amar el nombre del Señor y ser sus servidores, que guardan el sábado sin profanarlo y perseveran en mi alabanza: los traeré a mi Monte Santo, los alegraré en mi casa de oración; aceptaré sobre mi altar sus holocaustos y sacrificios, porque mi casa es casa de oración y así la llamarán todos los pueblos.

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   Probablemente posterior al regreso del Destierro, este oráculo, fiel a la tradición universalista de los grandes profetas (cf. Is 45,14ss), proclama a un Dios abierto, sin fronteras étnicas ni políticas. Para los prosélitos (extranjeros convertidos al judaísmo) también están abiertas la puestas de la Casa de Dios, una casa que es casa de oración. Para entrar en ella es suficiente amar el nombre del Señor, practicar la justicia y perseverar en su alabanza.   

2ª Lectura: Romanos 11,13-15. 29-32

    Hermanos: A vosotros, gentiles, os digo: Mientras sea vuestro apóstol, haré honor a mi ministerio, por ver si despierto emulación en los de mi raza y salvo a alguno de ellos. Si su reprobación es reconciliación del mundo, ¿qué será su reintegración sino un volver de la muerte a la vida? Los dones y la llamada de Dios son irrevocables. Vosotros, en otro tiempo, desobedecisteis a Dios; pero ahora, al desobedecer ellos, habéis obtenido misericordia. Así también ellos que ahora no obedecen, con ocasión de la misericordia obtenida por vosotros, alcanzarán misericordia. Pues Dios nos encerró a todos en la desobediencia para tener misericordia de todos.

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    Nada ni nadie está definitivamente perdido. Pablo hace una lectura peculiar del alejamiento provisional de Israel. Todo forma parte del designio salvador de Dios. Los dones y la llamada de Dios son irrevocables. Dios es fiel, y no se desdice ni se olvida. Esta certeza alimenta la fe del apóstol respecto de sus hermanos judíos. Si el actual “rechazo” ha producido tanto fruto a los paganos, ¿qué ocurrirá el día de su “reincorporación”? Por eso invita a no levantar fronteras ni a atrincherarse tras ellas: nada de anatemas; hay que recuperar el lenguaje del amor y la misericordia comprensiva.

Evangelio: Mateo 15,21-28
                                                       

   En aquel tiempo, salió Jesús y se retiró al país de Tiro y de Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.
   Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se acercaron a decirle: Atiéndela que viene detrás gritando.
   Él les contestó: Solo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.
   Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió de rodillas: Señor, socórreme.
   Él le contestó: No está bien echar a los perros el pan de los hijos.
   Pero ella repuso: Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.
   Jesús le respondió: Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.
   En aquel momento quedó curada su hija.

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    Tres momentos pueden detectarse en este relato: narración, instrucción y corrección. Comparado con el paralelo de Mc 7,24-30 se advierten algunos matices peculiares. Jesús, tras la disputa con los fariseos (Mt 15,1-20), sale a tierra extranjera. Y allí tiene lugar la escena, protagonizada por el drama de una madre pagana. Aparentemente Jesús se mueve dentro de los cánones de la ortodoxia judía, pero obrando así pone al descubierto la inhumanidad del sistema. Los mismos discípulos, aunque por otros motivos le piden que atienda a esa mujer. Finalmente, Jesús salta las fronteras y realiza el milagro, porque allí, en aquella mujer, había una grande fe. Es la narración. A partir de ahí el relato se convierte en instrucción a una comunidad de cristianos provenientes de judaísmo que miraban con prejuicios y reticencias la apertura a los paganos, y, finalmente, puede leerse también como una corrección de conductas aislacionistas y sectarias, mostrando cómo Jesús se acercó a todas las personas, superando fronteras geográficas y religiosas.

   
REFLEXIÓN PASTORAL

    No hay limitaciones geográficas ni étnicas al amor de Dios. Jesús traspasa todas las fronteras (Ef 2.14). Dios no discrimina, y nos urge a no discriminar (1ª lectura). Es, también, el mensaje de la segunda lectura: “… pues Dios nos encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos” (Rom 11,32); no hay méritos que justifiquen su amor. Es gratuito.
     La vía de acceso a Dios está abierta a los que guardan el derecho y practican la justicia (Is 56,1; Hch 10,34-35), y a los que creen.
     ¿Y qué es creer? No es solo saber y aceptar intelectual y afectivamente unas verdades; hay que acogerlas efectivamente, o, mejor, hay que acogerse efectivamente a la Verdad, dejarse inundar por ella. Creer es integrar la vida en el designio de Dios -“Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hch 22,10)-, e integrar el designio de Dios en la vida -“Hágase en mí, según tu palabra” Lc 1,38)-. La fe es acogida y entrega; recepción y donación.
      Es aceptar sin reticencias el señorío de Dios en la vida. Recrear cada día, en el horizonte concreto del hermano, el amor con que Dios nos ama (1 Jn 4,16). Amor misericordioso, que no espera a que seamos buenos para amarnos, sino que nos hace buenos al amarnos; por eso es creador y redentor.
     Mensaje que adquiere toda su fuerza en esta escena evangélica: Jesús entra en contacto con lo heterodoxo: tierra extranjera y mujer extranjera, que le suplica no con oraciones rituales sino con gritos de dolor. Los discípulos, queriéndo deshacerse del problema, le piden que intervenga. Jesús da una respuesta desconcertante: “Solo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel” (Mt 15,24). Con ella, más que expresar sus sentimientos personales, Jesús parece subrayar lo ridículo que son los sectarismos y apriorismos del judaísmo.
    Cuando, postrada a sus pies, la mujer le suplica, con el corazón roto, por la salud de su hija, Jesús continúa en el mismo tono de la ortodoxia judía: no hay que desperdiciar el pan de los hijos. Y la mujer, madre sobre todo, asume la aparente matización, porque no está allí para discutir de privilegios, sino para arrancar de Jesús la curación de su hija. Está dispuesta solo a las migajas.
    Y, ante la fe de aquella mujer, Jesús parece desmoronarse. Y  aquí es donde quería llegar Jesús: la fe no tiene fronteras. Y esa fe arranca el milagro, pero sobre todo una gran lección: “Mujer, qué grande es tu fe” (Mt 15,28), porque “todo es posible para el que cree” (Mc 9,23).
     Y ¿qué es la fe? Para hablar de la fe en Dios, primero hay que considerar la fe de Dios, porque Dios es creyente, y modelo de creyentes.
    Como el amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero (1 Jn 4,10), tampoco la fe consiste en que nosotros hayamos creído en Dios, sino en que El ha creído primero en nosotros. Porque Dios es Amor y Fe. Y ese Amor y esa Fe son el amor y la fe que nos salvan, y que nos urgen.
    El creyente no es un conquistador; es solo, y nada menos, un ser descubierto por Dios, y un  descubridor agradecido de las huellas de Dios, que siempre le precede (Sal 139). Antes de ser creyente, el hombre ha sido creído, y fue Dios el primero que creyó en él, hasta crearlo y entregarle su creación (Gen 1,27-29).        
    Y no fue éste su último acto de fe. A pesar del hombre, de su pecado, Dios siguió creyendo en él hasta hacerse hombre. Jesucristo es la profesión más perfecta de la fe de Dios en el hombre, por eso es también la formulación más perfecta de la fe del hombre en Dios. Es a esa fe a la que adhirió la cananea y a la que nos adherimos nosotros.

 REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Cómo es mi fe? ¿Teórica, ritual…? O ¿creativa, vivencial e interpelante?
.- ¿Con qué la alimento?
.- ¿En qué la concreto?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.




martes, 8 de agosto de 2017

DOMINGO XIX -A-

1ª Lectura: 1 Reyes 19,9a. 11-13a

    En aquellos días llegó Elías al monte de Dios, al Horeb, se refugió en una gruta. El Señor le dijo: Sal y aguarda al Señor en el monte, que el Señor va a pasar.
    Pasó antes del Señor un viento huracanado; que agrietaba los montes y rompía los peñascos: en el viento no estaba el Señor. Vino después un terremoto, y en el terremoto no estaba el Señor. Después vino un fuego, y en el fuego no estaba el Señor. Después se escuchó un susurro. Elías, al oírlo, se cubrió el rostro con el manto y salió a la entrada de la gruta.

                   ***             ***             ***             ***
     Elías, perseguido, abandona el territorio de Israel y peregrina al Horeb, el lugar donde Dios se reveló a Moisés. Es un gesto de denuncia y de vuelta a lo original. Allí espera al Señor. Pero Dios le sorprende: se hace presente no desde las manifestaciones teofánicas tradicionales; escoge el susurro como signo precursor de su presencia. Dios no está circunscrito a “lo oficial”. Allí al profeta se le encomienda una misión más arriesgada que las que ha tenido que afrontar hasta entonces, pero no estará solo, Dios estará con él.

2ª Lectura: Romanos 9,1-5

    Hermanos:
    Como cristiano que soy, voy a ser sincero; mi conciencia, iluminada por el Espíritu Santo, me asegura que no miento. Siento una gran pena y un dolor incesante, pues por el bien de mis hermanos, los de mi raza y sangre, quisiera incluso ser un proscrito lejos de Cristo. Ellos descienden de Israel, fueron adoptados como hijos, tienen la presencia de Dios, la alianza, la ley, el culto y las promesas. Suyos son los patriarcas, de quienes, según lo humano, nació el Mesías, el que está por encima de todo: Dios bendito por los siglos. Amén.

                   ***             ***             ***             ***

    Ante los cristianos de Roma Pablo no oculta lo que es su drama personal. Siente profundamente en su alma el rechazo del pueblo judío a la persona y al mensaje de Jesús. Convirtiéndose a Cristo, él no ha renunciado a sus “hermanos”. Se identifica con su valiosa herencia; solo siente que no se hayan abierto al “alma” de esa herencia, Jesucristo. La fidelidad al Evangelio no le convierte en enemigo de los que lo rechazan o desconocen. Es el reto permanente de su vida: acercarlos al conocimiento de Cristo.  


Evangelio: Mateo 14,22-33

                                                  
    Después que se sació la gente, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla mientras él despedía a la gente. Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo.
    Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por la olas, porque el viento era contrario. De madrugada se les acercó Jesús andando sobre el agua. Los discípulos viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma.
    Jesús les dijo en seguida: ¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!
    Pedro le contestó: Señor, si eres tú, mándame ir a ti andando sobre el agua.
    Él le dijo: Ven.
    Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: Señor, sálvame.
    En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?
    En cuanto subieron a la barca amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él diciendo: Realmente eres Hijo de Dios.

                   ***             ***             ***             ***

     Tras el milagro de los panes, Jesús despide a los discípulos y se despide de las gentes. Ya solo, se retira al monte a orar. La oración es esencial en la vida de Jesús. Desde ese “faro” de la contemplación sigue la travesía de los discípulos. La oración de Jesús no es ausencia ni huida, sino presencia. Es la primera escena.
    La segunda tiene ver con la travesía de los discípulos. Con gran sencillez Jesús aparece cercano a los suyos en los momentos difíciles. El diálogo con Pedro, y sobre todo la pregunta centran el relato. Solo la fe salvará a la barca y mantendrá a flote a los discípulos. Ella es el timón y la brújula que aporta seguridad y orientación a la barca. Se trata de una “parábola” de la travesía de la iglesia en un mar de dudas y de aguas agitadas. Pero el Señor está siempre atento y presente, en medio de las turbulencias.
    

REFLEXIÓN PASTORAL

    La existencia humana reviste, frecuentemente, las características de una travesía no exenta de riesgos y peligros. Si es cierto que, unas veces veces, parece discurrir por parajes encantados y encantadores, no es menos cierto que, en otras, afronta momentos de incertidumbre y angustia. El fragmento evangélico que se proclama este domingo es una referencia iluminadora. También el texto de la primera lectura está en esa línea.
     Elías, campeón de la fe ante una sociedad desorientada política, social y religiosamente, se siente dominado por el desánimo. Ve el deterioro y el rechazo; considera su vida quemada, gastada en una causa justa, sí, pero utópica. Y huye al desierto, refugiándose en una cueva,  pidiendo a Dios que le envíe la muerte (1 Re 19,1-4).
     Elías pensaba que estaba solo, pero Dios estaba con él para llenar de sentido y de esperanza su vida. ¡Elías creyó!
     San Pablo también, en la segunda lectura, dice atravesar por una experiencia profunda de dolor por el rechazo que la mayoría de sus “hermanos, los de mi raza y mi sangre” (Rom 9,3) han dado a Jesús y  a su Evangelio. Pero tiene esperanza que esa situación acabará por revertir e Isarael reconocerá a Jesús como el Mesías, porque Dios es fiel.
     El relato evangélico nos presenta no ya a un hombre solo, sino a una barca llena de hombres, y llenos de miedo y de dudas. Sabemos que esa barca significa para el evangelista san Mateo la Iglesia.
     En su travesía, la barca de la Iglesia, surcará aguas agitadas -las está surcando-; necesitará manos expertas que la guíen, pero, sobre todo, necesitará confiar en el Señor, pues aunque camine por cañadas oscuras (Sal 23,4) y se agiten los mares con su furia (Sal 93,4), Dios es el Enmanuel (Is 7,14).
      En la vida tranquila, creer en Dios y en Cristo, resulta fácil. Cuando todo sucede a la medida de nuestros deseos, nos sentimos invadidos por la presencia de Dios. Nos sentimos bendecidos. Nadar y navegar a favor de la corriente es cómodo.  Pero llegada la tempestad, el viento contrario, la noche del sufrimiento físico, del fracaso profesional, del problema familiar, de la ancianidad, de la soledad…, sentimos el vacío y hasta el abismo abierto a nuestros pies. Y nos preguntamos ¿dónde está Dios?, ¿podrá sacarnos de estas aguas turbulentas? Y estamos expuestos a caer en la tentación de pensar si nuestra fe no habrá sido solo una fantasía, y Cristo solo un fantasma. ¡Y dudamos!
    Y dudar no es malo; porque la duda ayuda a purificar certezas irreflexivas e infantiles. Pero hay que salir de dudas. No podemos permanecer indefinidamente en esas aguas. El milagro, entonces, puede hacerse milagro para nosotros. Basta, y es necesario, que sintamos, que sepamos descubrir la presencia del Señor.
   Todos hacemos nuestra peculiar y personal travesía por ese mar de dudas. Sus aguas no sólo bañan las costas de nuestras vidas, sino que a veces las azotan e inundan, cubriéndolas con su inquietante oleaje de preguntas y temores.
         “¿Por qué has dudado?” (Mt 14,31).  Esta pregunta de Jesús a Pedro no es solo una recriminación a la incredulidad, sino una invitación al análisis.
¿Por qué surgen dudas en vuestro interior?” (Lc 24,38), preguntó Jesús a sus discípulos, confusos después de su muerte y resurrección.
         ¿Por qué surgen dudas en nuestro interior? Quizá porque no hemos salido de él, encerrados en nuestros egoísmos y temores. Quien toca o  abraza con fe la Cruz de Cristo; quien hace la experiencia de amar como Dios manda, o mejor, como Dios ama, supera todas las dudas. Y aborda decisiones profundas, como hubo de hacerlo Pablo. Su opción por Cristo configuró su existencia, llevándole a un tránsito existencial: del integrismo judío al seguimiento radical de Jesús.
         Hay que salir de dudas; para eso hay que salir de uno mismo y tomar la mano que Cristo nos tiende, aunque notemos en ella la señal de los clavos. Es la prueba más cierta de que esa mano es la suya.
 
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué espacio tiene la oración en mi vida?
.- ¿Qué tipo de oración?
.- ¿De dónde provienen las dudas de mi interior?


DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap

jueves, 3 de agosto de 2017

DOMINGO XVIII -A-: LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR


1ª Lectura: Daniel 7,9-10. 13-14

         Miré y vi que colocaban unos tronos. Un anciano se sentó. Su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas; un río impetuoso de fuego brotaba delante de él. Miles y miles le servían, millones estaba a su órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros. Yo vi, en una visión nocturna, venir una especie de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano venerable y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará.
                                      ***   ***   ***

     El texto seleccionado del libro de Daniel alude a una visión donde aparece la Gloria de Dios y una figura - una especie de hijo de hombre- a quien se le confía el honor y el reino, tras la derrota de las cuatro fieras, representantes de los cuatro reinos que, por un tiempo, del mundo. Es importante resaltar que en el texto original esa figura humana tiene connotaciones colectivas, representa la colectividad teocrática. Lo que no impide una relectura posterior de esa figura en clave mesiánica individual. De hecho, Jesús utilizó el título de Hijo de hombre en su predicación y aludió a su aparición solemne en las nubes del cielo (Mt 24,30;26,64) Esa figura es una "profecía" de Jesucristo.
        

2ª Lectura: 2ª Carta de Pedro 1,16-19

         Queridos hermanos: Cuando os dimos a conocer el poder y la última venida de nuestro Señor Jesucristo no nos fundábamos en invenciones fantásticas, sino que habíamos sido testigos oculares de su grandeza. Él recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando la Sublima Gloria le trajo aquella voz: “Este es mi hijo amado, en él yo me complacido”. Esta voz traída del cielo la oímos nosotros, estando con él en la montaña sagrada. Esto nos confirma la palabra de los profetas, y hacéis muy bien en prestarle atención, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y el lucero nazca en vuestros corazones.

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    La segunda Carta de Pedro se hace eco del relato de la Transfiguración del Señor para animar la fe y la esperanza de los creyentes en Jesucristo. El texto parece tener presenta la versión mateana del relato, al referir la expresión "en él me he complacido", ausente de en Marcos y Lucas.

   
Evangelio: Mateo 17,1-9

                                                               
     En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
     Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: Señor, ¡qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
    Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.
     Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
     Jesús se acercó y tocándolos les dijo: Levantaos, no temáis.
     Al alzar los ojos no vieron a nadie más que a Jesús solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos. 
   
                            ***             ***             ***

  Se acercaban a Jerusalén, donde iban a tener lugar los dramáticos acontecimientos de la Pasión, y para que los discípulos no se vieran desbordados por esos sucesos, Jesús escoge a Pedro, Santiago y Juan -los que serán testigos de la agonía en Getsemaní- para manifestarles su auténtica dimensión.
     El que sudará sangre, al que verán como rechazado y maldito, es el Hijo de Dios, el Amado, el Predilecto. A quien el pueblo elegido no sabrá reconocer, es reconocido, sin embargo, por las grandes figuras de ese pueblo: Moisés, autor de la Ley, y Elías, el gran profeta.
   San Mateo reelabora el texto de san Marcos subrayando algunos aspectos que anticipan su manifestación gloriosa en la resurrección. Es la plenitud de la Ley y los Profetas, personificados por Moisés y Elías. Es el Hijo amado de Dios, el profeta definitivo a quién todos deben escuchar (Dt 18,15). Este relato está vinculado con el del Bautismo en el Jordán, y en ambos aparece identificado con siervo sufriente que, a través de la muerte, camina a la resurrección.   

 
REFLEXIÓN PASTORAL

Según una antiquísima tradición, que se remonta al apócrifo Evangelio de los Hebreos, el monte de la Transfiguración del Señor es identificado con el Tabor, aunque algunos lo identifiquen con el gran Hermón, de nieves perpetuas. Ambos, el Tabor y el Hermón, aparecen hermanados en la Biblia -“el Tabor y el Hermón aclaman tu nombre” (Sal 89,13)-, y vinculados a múltiples acontecimientos de la historia veterotestamentaria.
         Pero, más allá de estas acotaciones geográfico-históricas, en los evangelios la relevancia de este monte reside en su gran densidad teológica y espiritual. Es un monte “profético”, por sus protagonistas: Moisés, Elías y Jesús. Monte de plenitud, porque en él reciben luz de la Luz indeficiente y definitiva (Jesús), la Ley (Moisés) y los Profetas (Elías). Monte de transfiguración y, sobre todo, monte de revelación -“Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto”-  y de compromiso -“Escuchadle”-.
         Para los que caminamos por este valle de lágrimas, y por “cañadas oscuras” (Sal 23,4), es de gran importancia subir a este monte y plantar allí nuestra tienda, para cargarnos de energía y esperanza, para superar dudas y miedos, iluminar los ojos y llenar el corazón con la verdad de Jesús. Esta “acampada” con él es necesaria.
         Hoy el senderismo, el alpinismo…, está muy de moda. Y los cristianos deberíamos integrar esta sensibilidad en nuestra espiritualidad, que comenzó por llamarse “seguidores del Camino” (Hch 9,2), y que tiene en Jesús, además de el Camino (Jn 14,6), un excelente pionero (Heb 12,2).
         Pero el “monte” no es el final del camino. Hay que volver al “valle”, como Jesús y los discípulos, donde encontraremos la posibilidad de inyectar en la realidad cotidiana “lo que hemos visto y oído” (1 Jn 1,1).
         El monte de la transfiguración es una “altura” desde la que contemplar la vida, una fuente de inspiración para transfigurarla y una llamada urgente a hacerlo.
         La fiesta de la Transfiguración del Señor nos habla de la realidad más profunda de Jesús, y nos confronta con nuestra realidad más profunda. También nosotros hemos sido transfigurados en “hijos de Dios”: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios ¡pues lo somos!” (1 Jn 3,1). Aunque la densidad de esa filiación está aún por ver: “Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn 3,2). Vivir esta fiesta con propiedad significa apropiarnos su mensaje.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Qué me dice la fiesta de la Transfiguración?
.- ¿Me reconozco en ese “Hijo amado”?
.- ¿Lo escucho?


DOMINGO J. MONTERO CAPUCHINO, OFMCap.