jueves, 31 de agosto de 2017

DOMINGO XXII -A-

1ª Lectura: Jeremías 20,7-9

    Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que hablo tengo que gritar “Violencia”, y proclamar “Destrucción”. La palabra de Dios se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de él, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla y no podía.

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    Nos hallamos ante uno de los textos de las “confesiones” de Jeremías. Seducido por el Señor, el profeta se siente el hazmerreír de todos. Sus advertencias son despreciadas. Siente la tentación del abandono y del silencio. Sin embargo el ardor de la palabra de Dios le quemaba por dentro. Ser profeta no es ser portador de “slogans” populistas. Ser profeta es ser servidor de la palabra de Dios. Es dejarse seducir por Dios.

2ª Lectura: Romanos 12,1-2

    Hermanos:
    Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; este es vuestro culto razonable. Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto.

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     La existencia cristiana se reduce a un culto formalista, ritual y extrínseco; implica no solo ofrecer sino ofrecerse, hacerse ofrenda, unida a la ofrenda de Cristo. Exige también una profunda renovación interior para discernir, en medio de la baraunda de las propuestas mundanas, la voluntad de Dios. Y comporta también asumir un posicionamiento alternativo y conflictivo a los esquemas del mundo.

Evangelio: Mateo 16, 21-27

                                                
    En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser  ejecutado y resucitar al tercer día.
    Pedro se lo llevó a parte y se puso a increparlo: ¡No lo permita Dios! Eso no puede pasarte.
    Jesús se volvió y dijo a Pedro: Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.
    Entonces dijo a sus discípulos: El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?  ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.

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    La escena es dura: quien poco antes ha sido “beatificado” como portavoz del pensamiento del Padre (Mt 16,17) ahora es denunciado por pensar como los hombres no como Dios; quien poco antes ha sido calificado como “dichoso”, ahora es presentado como  Satanás… La comprensión de Jesús por parte de sus discípulos no fue fácil: rebasaba sus expectativas. ¿Y no ocurre algo parecido hoy? Jesús no impone, expone las exigencias del seguimiento, por eso invita a una decisión ponderada. El seguimiento es imposible sin la ayuda de Jesús (Jn 15,5), pero él no es nuestro suplente sino nuestro acompañante y guía. El cristiano ha de planificar, pero según las pautas marcadas por Jesús, no según los criterios del mundo.

REFLEXIÓN PASTORAL

    Los textos de este domingo nos confrontan con unas preguntas y unos planteamientos nada equívocos: los planteamientos de Dios. Planteamientos que frecuentemente rehuimos, quizá porque otros, más  inmediatos, son los que nos ocupan; o porque, vamos perdiendo la conciencia de la propia identidad, convirtiéndonos en contemporizadores y posibilistas. 
    Contra estas posturas nos alerta hoy el Señor. Su palabra no es fácil -nunca lo fue-. Pedro, al principio, no la entendió, porque pensaba “como los hombres” (Mt 16,23). Sin embargo, quien la acoge como criterio en su vida, experimenta la sensación de Jeremías. Su fidelidad le supuso enormes problemas, pero también encontró en ella la fortaleza  para la lucha, y el consuelo que produce su fidelidad.
     Quien solo aclama la palabra de Dios, no la ha entendido. Porque es espada de doble filo, que penetra hasta el fondo del alma, dejando al descubierto lo más profundo del hombre (cf. Heb 4,12). Y esa Palabra se encarnó en Jesucristo que, ya desde su infancia, fue presentado como una bandera discutida (Lc 2,24). Y en su predicación nos dijo: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo…” (Mt 16,24ss).
     No es una llamada no a la resignación. Jesús no murió en la cruz por resignarse, sino por todo lo contrario, por rebelarse y denunciar el pecado de su tiempo.
     Es una llamada a la madurez de juicio, para discernir, desde la fe personalizada, la voluntad de Dios.
     Una llamada a vivir la fe, no solo ritual sino realmente, convirtiendo en ofrenda a Dios nuestro ser y quehacer (Rom 12,1).
     Una llamada a tomar posturas críticas: “No os ajustéis a este mundo” (Rom 12,2). Como creyentes no podemos perder de vista nuestra referencia principal, Dios. Por todo ello, es necesaria esa renovación interior a la que alude san Pablo: “Transformaos por la renovación de la mente” (Rom 12,2).
      Dios, por medio de su Palabra, nos sitúa en una alternativa de libertad y de responsabilidad (Mt 16,24). Pero desde la decisión de seguirle, no deberían quedar espacios para la duda ni la ambigüedad; pues, por encima de todo, nos guía una certeza, que viene de Dios: “Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí (es decir, la consume en opciones de entrega y amor) la encontrará” (Mt 16,25). Son los planteamientos de Dios: Hay que perder para ganar...         
    El profeta Jeremías abre una pista, desde la que todo puede ser mejor asumido: la seducción.  Dios, Cristo, la Palabra de Dios ¿nos seducen? ¿Los que entramos en las iglesias para celebrar la eucaristía entramos seducidos y, sobre todo, salimos seducidos? Sin esta experiencia, creer en el Evangelio y la evangelización es imposible, o al menos irrelevante.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Qué conocimiento y qué vivencia tengo de la palabra de Dios?
.- ¿Desde dónde hago los discernimiento en la vida?
.- ¿Según qué prioridades planifico mi vida?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

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