miércoles, 11 de abril de 2018

DOMINGO III DE PASCUA -B-


1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 3,13-15. 17-19

    En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: Israelitas, ¿de qué os admiráis? ¿por  qué nos miráis como si hubiésemos hecho andar a este por nuestro propio poder o virtud? El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis a Pilato, cuando había decidido soltarlo. Rechazasteis al santo, al justo y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos. Sin embargo, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras autoridades lo mismo; pero Dios cumplió de esta manera lo que había dicho por los profetas: que su Mesías tenía que padecer. Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados.

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    En el discurso al pueblo, tras la curación del tullido, Pedro no oculta la verdad pero  no la utiliza como arma arrojadiza. Tampoco se apropia la curación: ha sido el Señor. Descubre la responsabilidad del pueblo y de sus dirigentes en la muerte de Jesús, pero la explica achacándola a la “ignorancia”, y no a la maldad. Dios escribe también así la historia. Es importante subrayar los títulos reservados a Jesús: el siervo, el santo, el justo, el autor de la vida, Mesías, ecos de las formulaciones cristológicas más antiguas. Como mensaje: lo que importa es el futuro: descubrir a Jesús y convertirse a él. Más que revolver descubriendo “culpables”, evangelizar para salva al hombre.


2ª Lectura: 1 Juan 2,1-5a
 
    Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si uno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por lo del mundo entero. En esto sabemos que lo conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: “Yo lo conozco” y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él.

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    Cristo es el salvador: entregó su vida para redimirnos del pecado. Es nuestro abogado ante el Padre. Ese reconocimiento debe darnos esperanza y ha de traducirse en el cumplimiento de su voluntad, de sus mandamientos. La fe ha de traducirse en obras para no ser “mentirosa”.

Evangelio: Lucas 24,35-48

    En aquel tiempo contaban los discípulos lo que les había acontecido en el camino y cómo reconocieron a Jesús en el partir el pan. Mientras hablaban, se presentó Jesús en medio de sus discípulos y les dijo: Paz a vosotros.
    Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. El les dijo: ¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos como veis que yo tengo.
    Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: ¿Tenéis algo de comer?
     Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí, tenía que cumplirse.
     Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.

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    Tras el encuentro con los de Emaús, Jesús se aparece a todos los apóstoles. Ante la sorpresa de estos, Jesús les invita a “verificarlo”. La insistencia en invitarlos a ver y tocar su cuerpo marcado por los signos de la crucifixión obedece a la turbación inicial que les produjo su presencia, y al interés en mostrar que la resurrección no es una especulación. No se trata solo del espíritu de Jesús, se trata de Jesús, en su integralidad personal. Para los destinatarios del evangelio de Lucas, de mentalidad griega y, por tanto, reacios a admitir la resurrección del cuerpo, la insistencia en la pruebas de tipo físico son importantes. A Cristo resucitado hay que “verificarlo”, ¿cómo?, ¿dónde? En las manos y en los pies de lo que Él ha elegido como sus “representantes” (Mt 25, 31-46). 


REFLEXIÓN PASTORAL

    Continúa la liturgia ofreciéndonos testimonios y consecuencias de la resurrección del Señor, del triunfo de Jesús sobre la muerte. Porque Cristo no solo supo morir (eso pertenece al campo de las posibilidades humanas), sino que venció a la muerte y la iluminó. Y esto parece que nos cuesta creerlo, y les costó creerlo ya a los primeros discípulos.
    Tal vez porque lo sabía, quiso dedicar cuarenta días a explicar a los suyos ese camino de gozo por el que tanto les costaba entrar. No podía resignarse Jesús a la idea de que los hombres, tras su muerte, lo jubilasen y encerrasen en el cielo. No bastaba, pues, con resucitar. Había que meter la resurrección por los oídos, los ojos y el tacto de los suyos. Y habría que hacerlo con la paciencia del Maestro que repite una y otra vez la lección a un grupo de alumnos testarudos.
    ¡Cuánto le cuesta al hombre aprender que puede ser feliz! ¡Qué tercamente se aferra a sus tristezas! ¡Qué difícil le resulta aprender que su Dios es infinitamente mejor de lo que se imagina!
    Eso fueron aquellos cuarenta días que siguieron a la resurrección: una lucha de Cristo con la terquedad y ceguera humanas de los discípulos, ayudándoles a comprender el trasfondo de todo lo que en los tres años anteriores habían vivido a su lado.
    ¿Cómo es posible que los herederos del gozo de la resurrección no lo llevemos en nuestros rostros y brille en nuestros ojos? ¿Cómo es que cuando celebramos la Eucaristía, la prueba de que el Señor vive, no salen de nuestros templos oleadas de alegría? ¿Cómo puede haber cristianos que se aburren de serlo? ¿Cómo entender que miren con angustia a su mundo, persuadidos de que es imposible que las cosas terminen bien?
     ¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón?” No es solo una recriminación a la incredulidad de los discípulos, sino una invitación al análisis. Porque dudar no es malo; el que no piensa no duda, y el que no duda no piensa... Pero hay que salir de dudas.
¿De dónde provenían las dudas de los discípulos? De no haber comprendido el misterio de la cruz, ni antes ni después. Por eso, para deshacer sus dudas, Jesús les invita a verificar su identidad de Crucificado, pues la resurrección no desfigura ni falsea la realidad.
     ¿Por qué surgen dudas en nuestro corazón? Quizá porque no hemos salido de él, de nuestro encasillamiento egoísta.
    A Francisco de Asís se le desvanecieron las dudas al abrazar al leproso… Quien toca o abraza la cruz de Cristo encarnada en los hombres; quien hace la experiencia de amar a Dios como Dios manda, o mejor, como Dios ama, supera todas las dudas de fe. Porque creer es amar, ya que Dios es Amor. Hay que salir de dudas; para eso hay que salir de uno mismo y abrirse a los demás con un abrazo fraterno, como Francisco de Asís.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Surgen dudas en mi interior? ¿por qué?, ¿de qué tipo?
.- ¿De verdad integro el mensaje de la resurrección en mi vida?
.- ¿Soy más dado a culpabilizar, a acusar, que a excusar?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.


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